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En el piso bajo de la izquierda de una humilde pero graciosa y limpia
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casa de la calle de Preciados, calle muy estrecha y retorcida en aquel
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entonces, y teatro de la refriega en tal momento, vivían[13] solas, esto
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es, sin la compañía de hombre ninguno, tres buenas y piadosas[14]
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mujeres, que mucho se diferenciaban entre sí en cuanto al ser físico y
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estado social, puesto que éranse que se eran[15] una señora mayor,
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viuda, guipuzcoana, de aspecto grave y distinguido; una hija suya,
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joven, soltera, natural de Madrid, y bastante guapa, aunque de tipo
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diferente al de la madre (lo cual daba a entender que había salido en
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todo a su padre),[16] y una doméstica,[17] imposible de filiar o
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describir, sin edad, figura ni casi sexo determinables, bautizada, hasta
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cierto punto,[18] en Mondoñedo, y a la cual ya hemos hecho demasiado
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favor (como también se lo hizo aquel señor Cura) con reconocer que
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pertenecía a la especie humana...
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La mencionada joven parecía el símbolo o representación, viva y con
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faldas,[19] del sentido común: tal equilibrio había entre su hermosura
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y su naturalidad, entre su elegancia y su sencillez, entre su gracia y
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su modestia. Facilísimo[20] era que pasase inadvertida por la vía
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pública, sin alborotar a los galanteadores de oficio, pero imposible que
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nadie dejara de admirarla[21] y de prendarse de sus múltiples
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encantos,[22] luego que fijase en ella la atención.[23]
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No era, no (o, por mejor decir, no quería ser), una de esas beldades
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llamativas, aparatosas, fulminantes, que atraen todas las miradas no
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bien se presentan en un salón, teatro, o paseo, y que comprometen o
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anulan al pobrete que las acompaña, sea novio, sea marido, sea padre,
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sea el mismísimo Preste Juan de las Indias...[24] Era un conjunto sabio
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y armónico de perfecciones físicas y morales, cuya prodigiosa
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regularidad no entusiasmaba al pronto, como no entusiasman la paz y el
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orden; o como acontece con los monumentos bien proporcionados, donde
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nada nos choca ni maravilla hasta que[25] formamos juicio de que,[26] si
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todo resulta llano, fácil y natural, consiste en que todo es igualmente
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bello. Dijérase[27] que aquella diosa honrada de la clase media había
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estudiado su modo de vestirse, de peinarse, de mirar, de moverse, de
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conllevar, en fin, los tesoros de su espléndida juventud, en tal forma y
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manera, que no se la creyese pagada[28] de sí misma, ni presuntuosa, ni
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incitante, sino muy diferente de las deidades por casar que hacen feria
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de sus hechizos y van por esas calles[29] de Dios diciendo a todo el
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mundo: _Esta casa se vende... o se alquila_.
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Pero no nos detengamos en floreos ni dibujos,[30] que es mucho lo que
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tenemos que referir, y poquísimo el tiempo de que disponemos.
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